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Los enfermos que no nos duelen

Experiencia

La tarde del domingo, el especialista en genética psiquiátrica Pablo Moya se sintió asqueado. Llevaba varios días, en la oficina desde donde codirige el Núcleo Milenio Biología de Enfermedades Psiquiátricas (nuMIND), siguiendo las noticias sobre Franco Ferrada, el joven de 20 años que la semana pasada ingresó a la jaula de los leones en el Zoológico Metropolitano y obligó al personal a matar a dos animales para evitar que terminaran con su vida. Le parecía que la historia del muchacho, que había sido víctima a los diez años del trauma de la muerte de su madre, que había pasado luego por distintos centros del Sename durante su adolescencia, y había desarrollado un probable delirio psicótico, cumplía paso a paso las condiciones para la aparición de una enfermedad neuropsiquiátrica. Pero lo que indignó al científico, de 40 años, fueron los centenares de comentarios de los lectores, desde quejas contra los guardias del zoológico por no haberlo dejado morir, hasta fuertes insultos a Ferrada por su condición mental. La idea, bastante difundida en redes sociales, de que la vida de los leones era más valiosa que la suya.

Entonces escribió un estado en su muro de Facebook diciendo lo que ya pensaba desde antes, y que esto había terminado de confirmar: que a la sociedad chilena no le interesa hacerse cargo de sus enfermos psiquiátricos. Que prefiere atacarlos. Que los chilenos ya no son capaces de sentir ni un poco de empatía. “Hay días que dan ganas de cerrar el país por fuera”, escribió.

A tres años de su vuelta a Chile, al científico aún lo impacta la forma en que se trata en el país a los enfermos de males como depresión, esquizofrenia, bipolaridad, y en especial a los suicidas. Luego de pasar ocho años investigando las raíces genéticas de distintas enfermedades psiquiátricas en el Instituto de Salud Mental de EE.UU., junto al padre de la disciplina, Dennis Murphy, regresó en 2013 a formar el primer laboratorio en el país en un tema de vanguardia, que está cambiando la forma en que se enfrentan los trastornos mentales en el mundo.

La primera piedra la arrojó Murphy, cuando a fines de los 90 descubrió la primera mutación genética asociada a trastornos de ansiedad, que abrió una caja de Pandora: luego de décadas de tratar los desórdenes de conducta como algo que sucedía en la mente, el descubrimiento del estadounidense les dio una raíz en la sangre. En términos simples, los equiparó a un cáncer, una diabetes o a cualquier otra enfermedad biológica.

En esa línea, en 2009 el bioquímico chileno, que había estudiado en la U. de Santiago y había hecho su doctorado entre la U. de Chile y la U. de Texas, aportó en el laboratorio de Murphy uno de los pasos que abrieron más la caja: publicó en un paper en Archives of General Psychiatry el descubrimiento de otra variación genética que podía desencadenar, bajo ciertas condiciones de estrés durante el desarrollo del cerebro, la aparición en la adultez de Trastorno Obsesivo-Compulsivo (TOC).

Hoy lleva adelante una alianza con el gigante farmacéutico Roche para diseñar fármacos que ataquen el TOC en base a su hallazgo, que cree que podrían dar una nueva solución a un mal que en el 60% de los enfermos no tiene respuesta al tratamiento. También hace pruebas en ratones modificados, buscando los mecanismos moleculares que inciden en la esquizofrenia y la bipolaridad. La predisposición de ciertos genomas a hacer más vulnerables a sus portadores. Pero eso, dice molesto, es lo que no se entiende en Chile: que las enfermedades neuropsiquiátricas aparecen por factores genéticos, activados por eventos traumáticos y condiciones ambientales. Que son padecimientos que alteran la voluntad y, por tanto, no es tolerable que un país sienta más compasión por un león que por un enfermo. Y mucho menos Chile.

—He visto a la gente denostando a un ser humano víctima de una enfermedad neuropsiquiátrica. Y si miras el país, lo que sorprende es que entre los 20 y 44 años el suicidio es la segunda causa de muerte, cerca del 13%, y en hombres la número uno. Que Chile se pegó el segundo aumento más alto en suicidios de la OCDE. Que en depresión, con un 17% de la población depresiva, somos top. Que los trastornos neuropsiquiátricos son el grupo que más años de vida ajustados por discapacidad se llevan entre todas las enfermedades, el 23%. Y que a pesar de todas estas alarmantes cifras, la salud mental en Chile alcanza sólo el 2% del presupuesto destinado a salud, y que sólo el 5% de las patologías del AUGE corresponden a salud mental. Hay una evidencia epidemiológica que no se condice con las prioridades del país.

— ¿Crees que preferimos mirar para otro lado?
—Sí, hay desprecio. ¿Se hubiera reaccionado así si se sacrificaban dos leones para salvar a un tetrapléjico que cayó en la jaula? En este país estamos sensibilizados con los minusválidos, una enfermedad muscular es bien vista, pero una psiquiátrica no. Preferimos reírnos de los indigentes abajo del puente, que el 80% tiene trastornos neuropsiquiátricos, que hacernos cargo de ellos. Decir que son prostitutas, que son flojos, que son drogadictos, o burlarnos del imbécil que se quería tirar a los leones, en vez de considerar que son patologías biológicas. Que a nivel del genoma se pueden detectar los cambios que provocan desregulaciones en el sistema emocional y conductual, y a la larga generan estas enfermedades.

— En cambio, seguimos viéndolos como locos.
—En Chile es patético, penoso, cómo se mira al enfermo mental. No hay compasión. Con lo único que hay compasión es con los perritos, llega a ser contra intuitivo.

— ¿Cómo se cambia eso?
—Desmitificando las enfermedades psiquiátricas: diciendo que son como una parálisis muscular, que son biológicas. Y dentro del devenir de ese paciente, haciéndonos cargo como sociedad de la inclusión. Cuando se sube un esquizofrénico a la micro la gente se arranca. En EE.UU., los primeros asientos están reservados tanto para discapacitados como para ellos. Lo dice un cartel. Eso da cuenta de que en Chile hay una negación total del problema, teniendo niveles de incidencia altísimos. Como dije, cuando leo los comentarios me dan ganas de cerrar el país por fuera. Hemos llegado a niveles de incapacidad de sentir compasión por el prójimo, por seres sufrientes. Un suicidio o una enfermedad así pueden atacar a cualquier familia, a tu amigo del colegio. Pero aún tenemos esta cosa demasiado provinciana de mirarlos con sospecha, de llevarlos al paredón del juicio o a la plaza pública para apedrearlos entre todos.

Pese a su molestia, Pablo Moya entiende que tanto el suicidio como la esquizofrenia o un delirio psicótico no son fáciles de comprender. Y si todas las enfermedades neuropsiquiátricas tienen múltiples factores desencadenantes, la decisión de un hombre de quitarse la vida es, más que ninguna, un enigma. Pero hay cosas que los genetistas psiquiátricos ya saben. En primera instancia, explica el investigador, mientras hace una línea de tiempo sobre la mesa de su escritorio, está la certeza de que el suicida también tiene una vulnerabilidad genética. Al igual que en la esquizofrenia, un familiar directo de un enfermo es más susceptible de atentar contra su vida.

Esa base genética, dice el científico, que no depende de un solo gen sino de decenas de mutaciones pequeñas, tiene una ventana inicial de desarrollo durante los primeros años de vida, cuando un evento traumático, el abuso sexual o físico, o la muerte de un ser querido, pueden tener efectos en el cerebro que duran décadas, modificando su expresión genética. Según han mostrado varios estudios los últimos años, porque desencadenan una transformación química —en términos técnicos, una “metilación”—, en secuencias del genoma donde se producen las proteínas. Lo que se denomina “cambios epigenéticos”. En autopsias de cerebros de suicidas, por ejemplo, se han encontrado grandes metilaciones en el gen ENR3C1, encargado de regular el cortisol, la hormona madre del manejo del estrés en el organismo, que permite tener respuestas normales a las situaciones de estrés y angustia.

—En este caso, el de un hombre que decide quitarse la vida así, seguramente había variantes genéticas que lo hacían vulnerable. También eventos traumáticos en su desarrollo que generaron una modificación epigenética, afectando el desarrollo del circuito de control emocional. Y siempre hay una última etapa crítica, en la fase final del desarrollo del cerebro, que puede ser hasta los 22 años, donde aparecen los eventos precipitantes. Puede ser el consumo agudo de drogas o alcohol, o la pérdida de un ser querido. Y el mal se desencadena.

Actualmente, junto al equipo de nuMIND, Moya está intentando entender la red fina donde se va desarrollando esa escalera de causas y efectos, principalmente en TOC, esquizofrenia, bipolaridad y depresión. Para eso, firmaron un convenio con el Hospital de Valparaíso, donde las primeras dos patologías tienen una alta prevalencia de pacientes, y están haciendo experimentos en ratones para intentar comprender cómo, y bajo qué circunstancias, un individuo genéticamente predispuesto puede contraer una enfermedad neuropsiquiátrica.

— ¿Qué puede hacer el Estado ante esto?
—Lo necesario es implementar políticas públicas de salud mental dirigidas a la prevención, y a educar a la población con el fin de proporcionar redes más efectivas de soporte para estas personas. Involucra un grado de compromiso de la comunidad entera. Debiera haber una inversión fuerte en investigación, y en los sistemas de atención primaria. Una vez diagnosticados los casos, que haya seguimiento. Eso funciona pésimo en Chile. Pésimo. En el jardín infantil ya puedes ver si a un niño le pegan en la casa, y ciertas conductas, como impulsividad, agresividad, conducta disruptiva, que tienen una altísima correlación con estas enfermedades en la adultez. Niños que tienen diez y van a tener problemas a los 18, pero no se interviene. No es que de mil niños todos van a ser bipolares, pero no estaría mal que hicieras un seguimiento, apoyo psicológico. Evidentemente contra la genética no podemos luchar, pero sí podemos dar un nicho de soporte.

— ¿En otro país, Franco Ferrada pudo tener otro destino?
—En este país, Franco Ferrada pudo tener otro destino. Si hubiera redes de asistencia a menores más efectivas, una ley de adopción más expedita, centros de menores no saturados, preparados para atender eventos traumáticos. Los centros de menores llegan a dar pena, son patéticos, el maltrato físico y sexual es cosa sabida. Él había estado en el Sename mucho tiempo. Es la crónica de una muerte anunciada, que se manifestó en este delirio. Eso es lo que hay que entender.

Fuente: Qué Pasa